Dos estampas inquietantes
Me gusta fijarme en las cosas que ocurren a nuestro alrededor. La vida cotidiana te deja instantes y reflexiones para tener en cuenta. El otro día, sin ir más lejos, mientras compraba en un centro comercial que hay cerca de mi casa, una cajera me confesó que estaba hecha polvo porque a su compañera la habían despedido justo al reincorporarse tras una baja laboral. El tema surgió porque se sentía desconcentrada y muy cabreada con la empresa. Con la mirada perdida, pero siempre amablemente, agradeció la comprensión de algunos clientes que, como un servidor, creemos que esto va a peor, que cada vez nos anulan más derechos y nos exigen más obligaciones, que la crisis ofrece un pretexto fabuloso para sabotear un clima sano en muchos puestos de trabajo. Y nos indigna. Y lo lamentamos. Y entendemos que todo esto salte por los aires.
Ahí me encuentro con otra estampa: en el gimnasio, el típico corrillo que se forma para charlar entre ejercicio y ejercicio, se muestra mosqueado con la etérea revolución de los “indignados”. Y me preocupa que los aires nuevos que han soplado en las plazas de toda España y han protagonizado portadas internacionales pierdan su esencia por episodios desafortunados y aislados. El apoyo y la admiración no deben virar hacia el desencanto y el extremismo: urge condenar todas las actitudes que ensucian el esfuerzo de cientos de miles de personas, conseguir que los de siempre no se salgan con la suya y que los ciudadanos critiquen los desmanes de forma contundente, pero pacífica. Y con propuestas. En definitiva, el leit motiv de esta ilusión multitudinaria. El 15-M no es violento.
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