Todo existe; todo esto es triste; todo esto es fado...”
Suena la voz de Amalia Rodrigues en un ejercicio de melancolía y genialidad. Así es Lisboa: un escaparate de fatalismo, revolución y ensueño. Un tranvía a la nostalgia. Una pizca de historia, un jardín de claveles, un castillo altanero; el elevador de Santa Justa, la noche resplandeciente en los bares del Barrio Alto, aquel café de Pessoa que humea versos, las miradas cómplices, el sosiego desasosegante, los dulces de Belem, los puentes inverosímiles y el color tenue de la vida en una capital imprescindible. Recupero estas palabras de mi blog (disculpad la osadía) porque estuvimos gozando de otro viaje estupendo. Y lo subrayo porque quizá el fado, esa intrínseca frustración hecha arte, marca el ritmo de la actualidad: la evidencia de que las autoridades nos toman el pelo, como destapa el soberbio Wikileaks que tanto temen los de siempre; la impresión permanente de que falta sentido del humor a nuestro alrededor; la carencia de ideas para salir a flote bajo el gris imperante; la dantesca impotencia del Real Madrid ante -por mucho que lo camuflemos- el mejor equipo del mundo; y, por qué no, la gran ambición de vislumbrar luz al final de cualquier túnel, el susurro optimista frente a la adversidad, la compañía de gente que vale la pena.
P.D.: Escribía estas líneas días antes de que los controladores aéreos, esos seres privilegiados que han paralizado el país, truncaran los sueños de mucha gente en el puente de diciembre. Dejábamos una pregunta al aire en un programa de radio: ¿Qué tipo de huelga deberíamos hacer los demás, los mileuristas, los parados de larga duración, el pueblo llano? De momento, veo que “El Silencio sonoro” trabaja más que nadie, no se detiene ante las inclemencias. Y, poco a poco, hace mucho ruido. ¡Salud!
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